Tantos recuerdos dormidos existen dentro de mi ser que, cuando intento retenerlos apenas se dejan, es como si los recuerdos pelearan entre sí para tener prioridad sobre los demás y, los olores son tantos y tan distintos…
Los primeros olores que despiertan mis recuerdos son los de las comidas: aquel olor a cocido, el olor penetrante de los rosquillos que nos hacía mi madre en Navidad, era una sensación de felicidad, de buenos augurios.
Y el olor de aquel “guisaillo” de carne que nos tenía ronroneando por la cocina solo para respirarlo. También recuerdo el olor de aquellas humildes algarrobas que nos comprábamos, cuando mi madre la pobre, no tenía merienda. Nos daba dos o tres perras y cuando las traíamos las repartíamos equitativamente los hermanos, !Que bien olían!
Yo comprendo que el que no ha pasado hambre hasta le molesten los olores, pero yo os digo que en años de posguerra la felicidad completa era oler en la cocina un buen guiso.
Los olores entrañables como la sensación de limpieza, el olor de mis personas queridas, sobre todo nunca se me va aquel olor de mis niños pequeños !como huelen los niños!

Recuerdo cómo me impactó el olor del mar: Era el mes Diciembre, cuando yo vi aquella inmensidad de agua, aquellas olas que rompían una y otra vez con aquella espuma blanca y aquel olor profundo que nunca pude olvidar. Cuando pienso en el mar, me viene aquel olor fuerte, limpio, nunca he podido explicármelo, pero siempre ha estado ahí en mis mejores momentos para sentirlo, evocarlo, respetarlo…

Otro olor que me causó gran impresión fue el día que fuimos todos los amigos de campo a La Aliseda. Un lugar de ensueño donde pasamos un día inolvidable. Había una piscina natural de aguas cristalinas a pesar de que estaba repleta de liquen y algas. Dos fuentes naturales, y espacios para guisar cobijados por la sombra de los castaños…

Cuántos olores dormidos llevo dentro de mí…