Duerme negrito…

La humanidad es libre,

hasta que el hombre explotador e inmoral, cambia las leyes…

Cuando ese día se iba a trabajar, Azucena, se sentía mal. Más por su hijo que por ella misma. Sabía que el niño, su niño negrito estaría cuidado, su vecina de chabola y amiga, Hortensia, lo haría, pero ese día no sabía lo que le podría pasar a ella.

El hijo del jefe. El negrero explotador. La estaría esperando y seguro que para humillarla. Era el padre de su hijo y aunque él lo sabía, no quería saber nada de él. Ella  confiaba en Hortensia y por eso dejaba al niño allí, sabía que si algún día no volvía, ella lo cuidaría.

Ese día iba enferma y Hortensia se quedó preocupada. El niño era precioso, con la piel de su madre, aunque un poco más clara y los ojos del padre, eran de un color indefinido, entre verdes y miel.

Era un niño de poco más de un año. Hermoso y bello, a la vez que tierno y cariñoso. Se llamaba Simón y se pasaba más tiempo con Hortensia, que con su madre, por eso le llamaba mamá, porque ya decía sus primeras palabras.

Hortensia era de mediana edad y no tenía hijos, abusaron de ella de niña y se quedó estéril por ese motivo. Pero a pesar de todo siempre estaba rodeada de niños, porque las demás mujeres negras cuando se iban a los campos de la hacienda a trabajar, los dejaban a su cargo.

Había criado y cuidado a Azucena de pequeña y cuando a la edad de quince años se quedó embarazada de Simón, estuvo junto a ella, porque su madre había muerto, por la vida tan dura de esa hacienda cruel y cuidaba de su hijo.

Ya hacía tres días que Azucena se había ido a trabajar y nadie sabía nada de ella. Tenía a Simón en brazos y lo miraba con sus ojos tiernos y llenos de amor. ¡Quería de verdad a ese niño! Lo quería de corazón y mientras lo mecía y le cantaba esa nana que tanto le gustaba a él, pensaba en su futuro y en lo que le podría pasar sin su madre.

¿Por qué existiría la esclavitud? ¿Por qué los hombres se podían vender como esclavos? En pleno siglo XIX, como si fueran ganado, para tenerlos al antojo de cualquier explotador por un mísero plato de comida y podían hacer lo que les vinieran en gana, todos esos diablos blancos, que por el mero hecho de serlo, se sentían superiores a los negros y los manipulaban a su antojo. Vivían en un lugar lejano de África y no sabía leer ni escribir, pero escuchaba rumores de otros sitios muy lejanos, donde se podía vivir en libertad.

Tomó a Simón en sus brazos para dormirlo, mientras le cantaba una nana y cuando lo consiguió, se enfrascó en sus pensamientos.

Tu madre no ha venido negrito. Ya son tres días los que llevas conmigo.

¡No sé qué hacer! Me dan pena tus ojos y no quiero pensar lo que te puede pasar… si te abandono. Mi negrito pequeño, tan indefenso frente al mundo y tan vulnerable, para los hombres explotadores.

Te miro y se me llena el corazón de congoja, porque estoy segura, de que tu madre no va a volver. Pero no te preocupes niño mío, porque tú, desde ahora,  vas a ser mi niño negrito. Aunque tengamos que irnos de este lugar, de esta tierra. Seguro que habrá un sitio mejor para los dos. Un sitio donde se viva en libertad y sin esclavitud. Tengo que intentarlo, por ti, por mí y por tu madre, que siempre la tendremos en el pensamiento.

Mañana apalabro una Patera y cruzaremos el mar y con un poco de suerte, tendremos libertad y una oportunidad…

Simón, estaba tumbado en la pradera. Pensaba en su madre como tantas veces y como tantas veces se afligía, por no haberla podido conocer. Mamá Hortensia, se la había descrito muchas veces y era como si hubiese estado con ella todos estos años, pero no era así, nunca la conoció.

Sabía que era alta, con pelo negro y rizado, ojos profundos y oscuros, pómulos fuertes y pronunciados en una cara muy bien dibujada y unos labios carnosos, que hacía de todo el conjunto una belleza poco usual.

No sabía nada de ella y él, a sus quince años estaba allí, recordando todo ese tiempo sin ella, pero con los cuidados de una mujer entrañable, su mamá Hortensia.

Miraba al cielo. Cielo, que le recordaba otro muy lejano, en otro país. En otro Continente…le quedaban recuerdos vagos del mismo, él era pequeño, pero con la agudeza de los niños desvalidos y oprimidos, siempre con miedo, siempre, pensando que de un momento a otro, lo pudieran separar de su madre Hortensia. Recordó el día que Hortensia dijo, ¡Simón! Nos vamos mañana…no comprendía muy bien, solo tenía cinco años, pero esas palabras lo aliviaron en su incertidumbre de niño oprimido. Todo era vago en su mente. La salida al amanecer de la chabola. El dedo en los labios de hortensia para que no dijera nada y un pequeño bulto de ropa y comida, para un viaje que nunca se sabía lo que podría durar.

Eso sí lo recordaba, el viaje…al principio fue en tren. Un tren destartalado y lento, pero a él, le hizo ilusión y se sintió importante. Esa máquina larga y haciendo ruido, que cuando miraba por la ventanilla, todo pasaba muy deprisa y él, lo miraba con ojos de asombro.

Cuando llegaron a su destino, un hombre alto y fuerte, los agrupó junto a otras personas, que ya estaban allí, pero no había niños, él era el único y notó la cara de preocupación y disgusto de Hortensia, cuando discutía con el hombre alto. Nunca supo por qué era esa discusión, pero si recordaba el abrazo de Hortensia cuando lo puso a su lado y sus lágrimas, resbalando por sus mejillas.

Después, todo se emborronaba en su mente, hasta que lo vio. El Mar…no podría nunca explicar la sensación que sintió y a pesar de su corta edad, lo recordaba con nitidez, como si lo hubiera vivido el día de antes.

Después, vinieron los días largos e interminables. Solo agua por todas partes y cielo azul, o gris, cuando el agua se enfadaba. Después, hambre, sed, muerte y los brazos de su madre Hortensia, protegiéndolo, siempre pendiente de él, cantándole canciones y entre ellas, su nana, la que le cantaba de pequeño. Pero a pesar de todo, él tenía miedo. Tenía hambre y un pájaro negro venía a por él en sus sueños, que lo asustaba mucho.

Y una noche muy luminosa, llegaron a una playa. El cielo estaba lleno de estrellas y la luna brillaba tanto como la de su tierra lejana. Estaba cansado, pero siempre tenía el cobijo de unos brazos amorosos, los de su madre adoptiva y mientras caminaban por la arena, se quedó dormido.

Lo que vino después estaba difuminado por el tiempo. Hortensia tenía un contrato de trabajo, para limpiar en una casa y a él, lo acogieron también. La familia era buena, no se parecía en nada a los blancos de su tierra y aunque Hortensia trabajaba todo el día, él estaba atendido, porque en la casa había mucha gente. Era una casa grande, situada en mitad de una pradera o un campo, pero allí nadie pegaba a los negros con látigo y la comida era buena. Después supo, que ese lugar se llamaba España.

Y ahora estaba allí, a sus quince años recordando todo lo vivido y agradeciendo a la vida lo que tenía. Sabía leer y escribir y un trabajo digno en las cuadras, cuidando de los caballos, eso le gustaba. El clima era bueno, la comida también y podía seguir junto a su madre Hortensia, aunque no perdía la esperanza de reunirse con la verdadera algún día.

Recordando todo eso Simón, se quedó ensimismado con sus pensamientos.

 Hoy hace diez años que llegamos a este lugar. Mi segunda madre, me habla mucho de mi madre verdadera. Yo no la recuerdo, porque era muy pequeño, pero sí recuerdo cuando salimos de mi país. Yo tenía cinco años y mi madre no había vuelto, no sé nada de ella ni de lo que le haya podido pasar. Es triste no recordar su cara, aunque mi madre adoptiva me la describe muy bien. Pero sí recuerdo el viaje por mar. El miedo reflejado en los rostros. El hambre. La sed y los brazos amorosos de mi segunda madre. Sus nanas susurradas en mi oído, para que me durmiera en su regazo, el mar…Ella, quería espantar mis miedos, los pájaros negros que había en mi mente, por todo lo que había vivido. Pero ahora estoy en un lugar libre y lleno de oportunidades y con esperanza de poder abrazar a mi madre algún día…

Cuando ese día amaneció, Azucena sabía, que algo malo le iba a pasar.

Salía de su chabola muy cansada, había estado toda la noche tosiendo y no había podido dormir nada. La cabeza le explotaba de dolor y el corazón le oprimía el pecho, sabía lo que le esperaba, porque la tarde anterior lo vio en los ojos lascivos de su amo.

Lo único que la tranquilizaba un poco era el saber que su pequeño negrito, Simón, estaba atendido por Hortensia, esa mujer buena y cariñosa que ella le debía tanto. ¿Qué hubiera hecho sin ella? ¿Cómo hubiera podido afrontar, todos esos problemas sola? Sin una madre que la protegiera, porque su madre murió, cuando ella tenía doce años. Murió joven y explotada, como casi todas las mujeres negras de la finca. Todas eran violadas a edades tempranas por los hombres blancos y humilladas todos los días de su vida.

Cuando Gustavo, el hijo del hacendado se encaprichó de ella, solo tenía trece años. Él era algo mayor, alrededor de los veinte años y todos los días desde muy pequeña, la atosigaba y no la dejaba en paz. Pero un día comprobó, que sus miradas cambiaron. A medida que ella se hacía mujer, él la perseguía más, hasta que un día en medio del campo de café, tiró de ella y la violó. Sintió asco, pero no podía hacer nada, solo llorar y consolarse con Hortensia, porque su madre ya había muerto.

A partir de ese día todo fue igual, Gustavo la buscaba y casi siempre le llevaba algo. Un pañuelo, una flor, o alguna cosa para comer, porque él sabía de sobra, que los negros pasaban hambre.

Un día se la llevó a una choza. Le dijo que la había hecho para ella y que allí nadie la encontraría y la disfrutarían los dos, porque ella solo sería de él. Azucena se dejaba llevar, no podía hacer nada.

Los viajes a la choza eran diarios y ella comprobó que él la tomaba con delicadeza y le decía cosas bonitas ¿Se estaría enamorando de ella de verdad? Azucena, se sentía bien con él y ya no pasaban hambre, ni ella ni Hortensia, porque estaban surtidas de comida. Un día se sintió mal, tenía nauseas. Cuando Hortensia la vio vomitar, supo lo que le pasaba y su cara se llenó de lágrimas.

Después todo fue rápido, su vientre creció y notó la vida el él. Y también notó, el cambio en Gustavo. Ya no la miraba igual, tenía odio en los ojos, esos ojos que ella había comenzado a amar y ahora, solo tenía miedo al mirarlos. Tenía quince años cuando su hijo nació. Su hijo…su negrito querido. Se parecía a ella, pero los ojos eran de su padre, esos ojos que ella amaba tanto.

Gustavo, no se dignó conocerlo. No quería saber nada de su hijo, pero Hortensia, esa mujer buena que la quería como una hija, sí quiso ser su abuela y Azucena se iba al campo tranquila, sabiendo que su negrito estaba cuidado. Pero ese día sabía que pasaría algo, lo presentía. Gustavo había retomado los tiempos antiguos y la volvía llevar a la choza. Había en él en ocasiones algo de la ternura de antes, pero la mayoría de las veces, solo veía en sus ojos rabia y siempre terminaba pegándole y sin dejar de tratarla de manera vejatoria.

Por eso ese día iba mal. Estaba enferma y no le gustó la mirada de él, el día anterior. Cuando llegó al campo la estaba esperando. Sin decir palabra la agarró con fuerza del brazo y casi a rastras la llevó a la choza. La violó con rabia y la sujetó con cadenas a un poste. La miraba y le decía cosas que ella no comprendía. Solo tenía dieciséis años y escuchaba palabras sueltas e incoherentes, como negra estúpida, esclavitud, hombres que vendrían a por ella y otras cosas, que la tenían muy asustada.

De pronto, pasaron por la puerta de la choza dos hombres blancos. La miraron y se sonrieron. ¡Es verdad Gustavo, tenías razón! ¡Es una negra preciosa! Con ella podremos

hacer un buen negocio en España. Allí hay muchos hombres con dinero caprichosos, que gustan de los placeres exóticos.

Azucena se sintió morir, supo en ese momento lo que iba a hacer Gustavo ¡Venderla! ¿Qué sería de ella? ¡Ya no vería más a su hijo! Suplicó para que la dejaran verlo por última vez, pero se rieron de ella. La cogieron con fuerza y la metieron en un vehículo, su cuerpo enfermo y cansado, no lo resistió y perdió el conocimiento. Por eso no pudo mirar  por la ventanilla, ni tampoco pudo ver las lágrimas de ese hombre blanco, que parecía un demonio, pero que en el fondo la amaba con todo su corazón.

Cuando Azucena despertó, estaba mareada y no recordaba casi nada. Se quiso poner de pie pero todo le daba vueltas. Junto a ella había más mujeres negras, también sujetas con cadenas y ellas fueron las que les contaron el destino que les esperaban. Iban hacia un país libre, pero ellas continuarían siendo esclavas. Esclavas sexuales. Mujeres para satisfacer a hombres blancos con dinero y estarían a merced, de otros diablos blancos sin escrúpulos, que solo querían enriquecerse a costa de  ellas.

Y ahora estaba allí, recordando todos esos años en ese país y todos los años, que llevaba sin ver a su hijo. A Simón…a su niño negrito y solo se hacía una pregunta ¿Lo veré algún día? A Azucena no se le iba la esperanza de volverlo a ver, en el fondo de su corazón, sabía que algún día lo haría.

¿Dónde estarás mi negrito? ¡Me lo he preguntado tantas veces! Te dejé en buenas manos, porque intuía lo que me iba a pasar. Pero yo estoy sin ti, sin poder abrazarte y ya son quince años. El día que te dejé, estaba enferma y sin dinero. Yo era muy joven, apenas tenía dieciséis años, pero tú eras mi vida y me amenazó con matarte, si no hacía lo que él quería. Tu padre, el hijo del hacendado, el señorito y él lo sabía. No quería que nadie se enterara y me encerró en una cabaña. No sé el tiempo que estuve allí. Tan cerca de ti, pero sin poder verte. Las vejaciones, las violaciones y todo lo que sufrí, no se podían comparar con lo que sentía, al no poder abrazarte, ni cantarte la nana que tanto te gustaba. Después vinieron los días grises, el mar y esta tierra extraña, donde resido ahora.  Vivo con la esperanza de poder abrazarte algún día, mi negrito querido.

Cuando Gustavo vio alejarse el vehículo donde iba Azucena, sintió un vacío en su interior. No sabía explicar lo que sentía. Eran celos, o rabia, al saber que otros hombres, estarían con ella. Cuando supo lo de su embarazo se sintió feliz, iba a tener un hijo con la mujer que amaba, porque sabía que la amaba, más de lo que nadie se podía imaginar. Se lo comentó a su padre. Él quería reconocerlo, para que algún día fuera el dueño de todo. Su padre, no había podido tener más hijos, solo él, porque su madre murió prematuramente de unas fiebres y el padre nunca más se casó, no le hacía falta, porque tenía a todas las mujeres de la plantación.

Nunca había visto Gustavo a su padre tan enfadado. Montó en cólera y se puso rojo de ira.

¡Estás loco! Le dijo el padre…un hijo mío nunca podrá reconocer a un mestizo, no lo consentiré y esa negra tiene que desaparecer de tu vida.

Gustavo no sabía qué hacer. Su padre nunca entendería ese amor por una negra. ¡Si tú supieras los hijos mestizos que tengo yo por ahí! ¡Te asombrarías! Pero no me da por ponerles mi apellido. Siguió gritando mucho y diciéndole, que si no se deshacía de ella, le ocurriría un accidente antes de que el niño naciera. Gustavo le hizo prometer a su padre que no le hiciera nada, que él solucionaría el problema.

Y la única solución era esa, llevársela de allí, pero el solo hecho de no poderla ver más, lo ponía enfermo.

Ya habían pasado casi quince años desde que se fue Azucena. Él no quiso saber nada de ella, le dolía demasiado e intentó olvidarla con todas sus fuerzas.

Pero no podía, su hijo se la recordaba siempre que lo veía de la mano de Hortensia, era idéntico a su madre y eso le dolía.

Intentó hacer su vida. Cuando se fue Azucena ya tenía cerca de los treinta años y su padre le apañó un casamiento, con una hija de otro hacendado. La chica era joven, se llamaba Violeta y no era fea, pero Gustavo siempre la comparaba con Azucena y no le veía nada más que defectos.

Gustavo, vigilaba a su hijo, lo veía crecer y le gustaba verlo, siempre en las esquinas, para que Hortensia no se diera cuenta, pero ésta no era tonta y lo veía esconderse y entonces comenzó a preocuparse, por si quería vender también al niño.

Por eso agilizó todo. Hortensia estaba en contacto con personas de otros  países, que estaban en contra de la esclavitud y quería huir cuanto ates, sobre todo por el niño, para que algún día fuera libre.

Gustavo no era feliz en su matrimonio. No había tenido hijos y eso lo martirizaba mucho. La hacienda fue decayendo, porque los negros huían de  allí a escondidas y ya no se podían hacer de más mano de obra. El padre murió y él se quedó llevando las plantaciones, en unos años malos, por la sequía y algunas plagas. Se tuvo que endeudar y nunca podía hacer frente a los pagos y poco a poco, se fue metiendo en un pozo oscuro y lo único que lo alumbraba en su oscuridad, era el recuerdo de Azucena.

Y estaba allí, pensando en ella y en su hijo, que hacía más de diez años que no lo veía. Él sabía dónde estaba Azucena. Se la llevaron a España y después, por motivos políticos de ese país, la llevaron a Francia. Era mejor para los hombres que traficaban con ella, porque ganaban más dinero.

Decidió marcharse de allí. Tenía dinero escondido que nadie sabía y podría coger un avión. Llegaría a Francia y seguiría le pista de Azucena. Él sabía que vivía, aunque no en el lugar exacto. La buscaría y ella quizá supiera algo de su hijo, quizá…entonces recordó, las veces que había pensado en ellos, siempre lo hacía cuando estaba deprimido, como ahora…

La echo de menos. Yo pensé que era un capricho como tantos otros. Pero no, se me quedó grabada en mi pecho. Mi negra bella. Y ese hijo que sé que está en algún sitio y hace más de diez años que no veo. Cumplí la promesa que hice de no hacerle daño, pero lo tuve vigilado y la negra que lo cuidaba, lo sabía. Un día desapareció y no sé dónde puede estar. No me reconozco, sé que he hecho mucho mal en esta vida, pero ahora me arrepiento. Tendré algunos hijos más por ahí, pero no lo sé, nadie tuvo la valentía de decírmelo, como mi negra bella. Mi matrimonio es un fracaso y mi esposa, no puede darme hijos. No me ata nada aquí, estoy arruinado y muy solo, quizá viaje al sitio donde mandé a mi bella negra, a esa tierra hermosa llamada España…puede que la encuentre y quizá, me perdone…

 Gustavo, dejo la hacienda como si de un fugitivo se tratara, aunque en el fondo lo era, porque allí no le ataba nada, Lo dejó todo, sin llevarse nada, su mujer Violeta seguía en casa de sus padres, siempre lo hacía, cuando discutían y la convivencia se hacía insostenible.

Viajó en coche unas horas hasta llegar a una ciudad grande, donde había aeropuerto.  Allí, tomó un avión, tenía que hacer algunas escalas, pero no le importaba, tenía suficiente dinero, que nadie sabía que lo Había ahorrado y no pararía hasta encontrar a Azucena.

Cuando llegó a Paris, decidió tomar un tren para dirigirse al sur, era en esa parte donde podría encontrar a Azucena.

Iba con miedo por muchas razones. Miedo a no encontrarla, a que lo encontraran a él, porque su suegro tenía muchas influencias y seguro que lo estaría buscando y miedo a ese mundo desconocido y extraño para él, donde todo el mundo se veía libre por la calle, sin ningún amo que le pegara o le insultara.

Gustavo era culto. Su padre se preocupó de ponerle un tutor, para que le enseñara las finanzas necesarias y también conocía el idioma francés y el español.

Él tenía una dirección de una ciudad al sur de Francia y allí se dirigió. Era un club de alterne. Preguntó por Azucena, pero no supieron darle respuesta. El club era muy grande y con muchas mesas ocupadas por mujeres, acompañadas de hombres.

Había una barra grande, donde servían todo tipo de bebidas y unas escaleras, por donde subía y bajaban parejas acarameladas.

Las mujeres eran de distintas razas. Negras, blancas, con ojos rasgados algunas y otras muy blancas y con pelo rubio, casi blanco. Sabía francés y eso le vino bien para poderse comunicar.

Pero nadie sabía nada de Azucena. Nadie la conocía. Ya estaba perdiendo la esperanza, cuando una mujer mayor sentada en una mesa lo llamó. Le dijo que ella había conocido a una chica negra llamada Azucena, pero se fue de allí hacía tiempo.

La mujer le dijo, que era muy bonita y dulce y un caballero español se la llevó con él, pero que nunca supo nada de ella. Solo supo por una amiga que estaba en Andalucía. Y allí se dirigió Gustavo…

Azucena, cuando se la llevaron de su tierra, fue directamente a España y allí estuvo varios años. Era principios del siglo XX y España estaba revuelta políticamente. La instalaron en Madrid, junto con otras chicas negras y las llevaban por las noches a un club de carretera. Azucena se sentía muy mal, no podía soportar esa vida, pero tampoco podía hacer nada. La tenían vigilada siempre y no salía nunca a la calle, llamaba mucho la atención en esas fechas las personas de color, sobre todo las mujeres y los dueños no se querían arriesgar con la justicia. Por eso, a los dos años de estar en España, se la llevaron a Francia. Allí, era diferente, había más libertad y podían circular por la calle, sin que le pidieran documentación alguna.

La instalaron junto con otras chicas de distintas razas, pero todas era para lo mismo. Para entretener a los hombres, sobre todo españoles que iban a ver y hacer cosas, que en España estaban prohibidas. Y allí lo conoció…

Era de Andalucía y tenía mucho dinero. Cuando la vio por primera vez, le gustó por su belleza y por la melancolía que irradiaba de sus ojos. Estuvo con ella esa noche y siempre que iba, la tenía reservada para él, por algo pagaba una fortuna siempre por ella.

Azucena estaba cuidada y mimada, porque era una fuente de ingresos importantes, para los explotadores.

Y llegó el día que explotó y no pudo más. Este hombre hablaba mucho con ella y le contaba cosas de su tierra. Él era de Córdoba y tenía un cortijo muy grande y en él, había trabajadores negros. Azucena se puso a llorar…

Miguel, que así se llamaba el hombre, la consoló, preguntándole, el porqué  de su pena y entonces ella le contó su historia. Miguel se quedó sorprendido, en su casa había una mujer negra que se llamaba Hortensia y llegó allí, por las fechas que ella decía con un niño de corta edad. ¿Cómo se llama el niño? Preguntó Azucena. No lo sé, solo sé que trabaja en las caballerizas ahora y es un chico muy guapo.

Azucena siguió llorando sin consuelo y a Miguel se le partió el corazón. Él estaba casado y la primera vez que vio a Azucena, lo que le llamó la atención fue su tristeza y ahora, comprendía el por qué.

Tardó en volver más de lo normal, pero cuando lo hizo, llegó con el propósito de llevarse a Azucena con él. Había hablado con Hortensia y le había contado la misma historia. Coincidía todo. El lugar en que vivían, la edad que ella tenía cuando nació su niño, las vejaciones y el amor que sentían la una por la otra.

Tardó en volver, pero fue, porque arregló todos los papeles necesarios para podérsela llevar con él. Y también pago una buena suma de dinero a sus dueños y los amenazó, con denunciarlos si la buscaban, porque le esclavitud no era legal en España.

Hortensia estaba en el patio grande. Preparaba una mesa para comer y entonces los vio. Era verano y hacía calor, ese calor sofocante de Córdoba, que parece que te vas a derretir. No se lo podía creer, era ella, su niña querida. Seguía igual de guapa, pero algo cambiada, sobre todo en la mirada. Las dos mujeres se miraron y se fundieron en un abrazo interminable, mientras Miguel, fue en busca de Simón. No le hizo falta que nadie le dijera nada. No hizo falta que nadie hablara, él sabía quién era, la tenía en su imaginación, era tal como Hortensia le había dicho, solo los ojos un poco más tristes y un surtidor de lágrimas, saliendo por ellos.

Simón se abrazó a su madre y ella al tenerlo tan cerca y ver sus ojos, supo que nunca había dejado de amar a su padre…

Mientras tanto Gustavo, seguía buscando a su hijo, le habían dicho que Azucena estaba en Andalucía, pero nunca se imaginó que fuera tan grande.

Recorrió Sevilla, Granada, Jaén y en ese momento estaba en Córdoba. Ya no tenía dinero, pero se ganaba la vida haciendo pequeños trabajos, en la aceituna, en peonadas del campo y cuando no tenía nada, pedía en la calle para poder comer. Dormía en albergues o incluso en algún banco de cualquier parque, que le pillara de camino. Lo que sí comprendió muy bien fue, que la esclavitud no sirve para nada, solo para humillar al ser humano. Él ahora se sentía esclavo, pero sin dueño, solo él era su dueño. Estaba allí por su propia voluntad, porque buscaba  a su hijo, esa era su gran ilusión. Pasaron unos años y él estaba cansado. Había perdido la esperanza de encontrar lo que quería. Se sentía deprimido y hambriento y se puso a pedir en una plaza del centro de Córdoba para poder comer algo. Lo que sí había aprendido de este país y sobre todo de Andalucía, era su solidaridad con los desamparados, todo lo contrario de lo que ellos hacían en el suyo. A él lo trataban bien y lo mismo hacían, con todas las personas que no tenían nada, aunque fueran negros.

Tenía hambre, mucha hambre y estaba sentado en el suelo, con la mirada perdida, esperando un poco de caridad, cuando de pronto las vio.

Se restregó los ojos. Pensaba que soñaba, pero no, eran ellas, Azucena y Hortensia. Las llamó por su nombre y ellas lo miraron.

Las dos mujeres palidecieron. No se podían creer lo que estaban viendo. El hombre andrajoso y con una barba de meses, las estaba llamando y ellas  enseguida lo reconocieron y se llenaron de terror.

Pero no pasaría nada. Estaban en un país libre y él, no se veía en condiciones para ser amo de nadie.

Azucena sintió pena al verlo así y se acercó. Gustavo la miró y se le llenaron los ojos de lágrimas y cuando la vio de cerca, notó el sufrimiento que él le había causado. Ella al mirarlo a los ojos, supo que todavía le amaba.

Pregunto por su hijo y supo que estudiaba en la universidad y vivían en una casita pequeña de un barrio humilde y se costeaban con su trabajo de asistentas.

Quería conocer a su hijo. Volverlo a ver, porque era muy pequeño cuando lo vio por última vez. Quedaron en ese mismo lugar para el día siguiente.

Simón, no quería saber nada de su padre. Recordaba cosas horribles de su infancia, Ya era un hombre y estaba estudiando derecho en la universidad, quería trabajar para los desvalidos, para que nunca se sintieran oprimidos como él lo estuvo, sobre todo los niños. Pero su madre lo convenció, ¡es tu padre!, le dijo- y él fue con su madre al día siguiente.

¡Aquí me tienes! –le dijo- pero no te volveré a ver. Eres el causante de todas les penas de mi madre y de mi querida Hortensia y nunca te podre perdonar.

Las miradas se cruzaron. Los ojos se derramaron. Pero madre e hijo se fueron, dejando a Gustavo con una sensación amarga y triste, pensando en el daño que había hecho a lo largo de su vida y sobre todo, a esa persona que repudió cuando nació, a su hijo…

Gustavo estaba en la misma plaza. Tenía la esperanza de volver a ver a Azucena, para hablar con ella y pedirle perdón, pero ya habían pasado varios días y no iba por allí. Pero ese día ella llegó, sola y sin decir palabra, lo tomó de la mano y lo subió a un taxi.

Llegaron a una finca grande, donde los esperaba Miguel, Gustavo no se atrevió a preguntar nada. Lo llevaron a una habitación al fondo de un campo de cereal, le hicieron firmar un papel, era un contrato de trabajo.

Miguel le explico que Azucena era para él como una hija y le había pedido ese favor, pero con la condición de que tenía que dejarlas en paz.

Gustavo accedió, no podía hacer otra cosa, a su país tampoco podía ir.

Cuando azucena se fue lo miró largamente a los ojos, esos ojos tan amados por ella y vio al hombre que era en ese momento, ya no habitaba en él el diablo blanco que ella conoció y con esa mirada, él supo, que quizá algún día las cosas pudieran cambiar, solo sería cuestión de tiempo y de saber ganar el corazón de su hijo, eso sería primordial, para poder vivir como una familia. Pero eso no se podía saber, solo el tiempo lo diría…

 

F I N

 

***Relato de María López Moreno, inspirado en la Nana popular “Duerme negrito”. El cantautor argentino Atahualpa Yupanqui la descubrió en la frontera entre Colombia y Venezuela y la recopiló para cantársela al mundo.

Personajes principales del relato:

Hortensia: Aya del negrito

Simón: Negrito

Azucena: Madre del negrito

Gustavo: Diablo blanco

Voz del relato: Narrador Omnisciente

 

 

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