Érase una vez una casa antigua, de anchos muros y pequeñas ventanas, donde reinaban las sombras.
Érase una vez, una casa con un pájaro cantor, poseída por el silencio.
Érase una vez una casa, donde sus habitantes arrastraban cadenas de esclavitud.
En el patio, un hermoso limonero perfumaba el aire. Sus paredes, encaladas de un blanco níveo no tapaban la negrura del alma de Raimunda, de aquella madre (mujer) atormentada por sus prejuicios.
La noche teñía de negro, la blanca sábana de la nieve. Un farol de luz mortecina y amarillenta, en la esquina de aquella casa, daba paso a una oscuridad densa e impenetrable.
Como en un cuento de Allan Poe, el color de esa noche y el olor del aire llevaban malos presagios. Jirones de niebla simulaban telarañas donde anidaba el miedo, el terror y la maldad.
Raimunda dormitaba bajo el efecto de un potente narcótico que la anciana curandera del pueblo le había dado a Natalia, segunda hija de Raimunda. La droga más la personalidad de la mujer, hacían que su sueño pareciera la pesadilla de un diablo.
Todo había sido preparado concienzudamente para cuando llegara la hora del parto de Alba, la hija pequeña.
Todo comenzó con el embarazo de Alba; situación que había que ocultar a Raimunda, para salvaguardar la vida de la muchacha y de su futuro hijo.
Brígida, la criada de la casa dirigía toda la trama que culminaría con el parto y la desaparición del niño…o la niña.
Raimunda nunca debía enterarse de que en su casa iba a nacer una criatura, que ella consideraría un estigma hasta el fin de sus días. Y como si de leña seca se tratara, la haría desaparecer (sin ningún escrúpulo) en el horno que había detrás de la casa para que el buen nombre de la familia, quedara inmaculado para siempre.
Sus cuatro hijas eran víctimas de su trastornado dogmatismo, recelos y crueldad. Brígida conocía muy bien la mente tortuosa y obsesiva de Raimunda: en sus nalgas y espalda estaba escrita con sangre, la historia de cuarenta años al servicio de esta casa.
Un grito desgarrador atravesó los muros como un rayo certero. Un grito que partía en dos las entrañas de una mujer: Alba estaba de parto.
Todas las puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto, para que los gritos de Alba pariendo, no trascendieran fuera de la casa.
Los lamentos y quejidos de intenso dolor que la parturienta no podía controlar, poco a poco fueron atravesando los muros del interior de la casa, y la resistencia de Raimunda al sueño narcotizado, se fue diluyendo. Luchaba por incorporarse y en ese afán cayó al suelo golpeándose la cabeza. Dejó de moverse, parecía muerta; en el carillón de la sala comedor daban las doce de la noche: comenzaba otro eslabón en la cadena de los días.
En ese mismo instante nació el hijo de Alba: era un varón.
Brígida envolvió al niño en una manta; lo cogió en sus brazos y ocultándolo debajo de su chal se dirigió al patio trasero, saliendo a la calle por una puerta disimulada por la hiedra. La oscuridad de la noche se hizo cómplice de su desdichada estrategia. Sintió el trote de un caballo, se pegó al muro, y se confundió con las sombras.
Alba, rodeada por sus hermanas, yacía inerte: la sangre enfangaba toda la ropa de la cama y todo su cuerpo; las tres hermanas, paralizadas por el miedo, no sabían qué hacer, el terror del recuerdo de su madre se introducía en sus cerebros como una mala hierba.
Catalina, la penúltima de las hermanas, sujetó a Alba por los hombros zarandeándola para hacerla reaccionar; en ese momento se oyeron grandes golpes en la puerta principal. Encarnación se asomó por la ventana y vio que era Juan el Portugués, amante de Alba y padre del niño recién nacido.
Natalia abrió la puerta, y el hombre, con una gran amargura reflejada en su rostro, entró en la habitación donde la mujer que acababa de dar a luz yacía muerta. Con voz trémula preguntó: ¿Donde está el bebé y que ha sido? Un niño, dijo Encarnación. Y cargada de miedo y temblor, balbuceo: ha nacido muerto, no pudimos reanimarle, pero aun así, lo bautizamos antes de que Brígida se lo llevara para enterrarle.
Con voz de acero preguntó el hombre: ¿dónde está Raimunda? -.La drogamos y está dormida en su habitación.- ¡Dame la llave de su cuarto! ¡También la llave de la puerta de la casa! ¡Todas fuera, a la calle! Voy a lavar el cuerpo de Alba y amortajarla con su vestido blanco, tal y como ella merece.
No os quiero cerca de mí, ¡todas sois malas y cobardes! Entre todas habéis matado a vuestra hermana. ¡¡Fuera!!
Las tres mujeres salieron a la calle en silencio, y en ese momento todas sintieron que sus almas también morían esa noche.
Juan el Portugués, miró a Alba envuelta en su vestido blanco, estaba muy hermosa, y su rotro color céreo, tenía un rictus de dulzura, que hicieron saltar lágrimas de los resecos ojos del hombre.
Se dirigió a la habitación de Raimunda. Estaba tirada en el suelo, rígida; le cogió el pulso y comprobó que estaba muerta. El hombre dentro de su desvarío y con una mirada de profundo odio le dijo: tú mereces morir dos veces, yo te daré la muerte que te falta, y la gente del pueblo siempre te recordara por ella.
El trote del caballo se oyó de nuevo sobre el empedrado de la calle; a la salida del pueblo estaba el convento que las monjas tenían como hospicio. Juan el Portugués lentamente paró el caballo y miró por las ventanas por donde se escapaba la alegría de esa noche acompañada de un villancico. Una mueca de incredulidad y asombro asomó a su rostro, chasqueo la lengua con un gesto de desprecio, y espoleando el caballo, salió al galope y se perdió en la niebla de la madrugada.
Una hora antes, en el torno del hospicio había sonado la campanilla. La hermana tornera se dirigió a él, le dio la vuelta y encontró un bulto envuelto en una manta azul. ¡Oh Dios mío! ¡En una noche como esta! Lo cogió y rápidamente busco a la madre superiora.
Era un hermoso niño, al que no habían lavado después de nacer. Aún tenía el calor del cuerpo de la persona que lo había llevado al hospicio.
Ya vestido y limpio lo llevó donde las hermanas festejaban la noche. ¡Mirad que preciosidad! dijo la hermana tornera. Este año pensábamos que no tendríamos un recién nacido para la celebración del Misterio… ¡Pobrecito! ¡Qué triste estará tu madre! Bueno, aquí te cuidaremos muy bien, ¿verdad hermanas?
La madre superiora se dirigió a ella, -. Hermana tornera has pensado un nombre para él? -. Si, contestó la moja, le pondremos Jesús. El niño paso de mano en mano con el regocijo de todas las hermanas. La más joven lo acuno en sus brazos y le canto una nana.
Llegaste en la noche
Mi dulce niño, con tu olor a limón
Y piel de armiño.
Vamos a regalarte por Navidad
Un corderito blanco para jugar.
La vida sigue… camina, no se detiene, y la aurora y el sol nacen para todos. También iluminó aquella casa oscura donde había un hermoso patio encalado…y un limonero.
Cuando amaneció todo podía verse en su esplendor, y colgando del limonero, el cuerpo de Raimunda: se había ahorcado.
El lado oscuro de aquella casa siempre guardaría el secreto de Juan el Portugués.
La fuerza de esta amarga y dramática historia, ha traspasado los siglos.
Y todos los años, en forma de romance, se canta en toda la comarca.
María Luisa Heredia Castillejo
Muy bonita historia de misterio y tragedia Maria Luisa.
Precioso relato María Luisa!!
Bien descrito y bien escrito, felicidades!!
Que bien nos describes la España profunda . La que aún creo aún persiste en algunos lugares en los que no se han podido eliminar los perjuicios.
Me ha gustado tú relato tiene un cierto toque Lorquiano . Es muy profundo el tema. Felicidades
Un relato muy completo, muy bueno, complicada tragedia familiar, expresada con acierto.